Esta vez el magnético personaje sin identidad creado por el novelista Robert Ludlum se la juega completa y está listo para dar, en efecto, el ultimátum. Como ya se sabe, Jason Bourne es en realidad un alias de este ex-agente de campo de la CIA (manera diplomática de decir asesino a sueldo), y aquello que comenzó en el 2002 como una búsqueda de identidades robadas, hoy es una guerra declarada entre un sistema corrupto y su propia creación. Bourne, tal como se sospechaba desde un principio, es un soldado manufacturado en un proyecto secreto de la CIA, Blackbriar, con el “propósito idealista de salvar vidas americanas” (como alega un alto ejecutivo de la agencia en la película). Y lo que Jason justamente descubrirá (además de entrar en los detalles de lo que fue su “entrenamiento científico”, que entre otras cosas justifica la amnesia del tipo en la primera historia), es que la peor peste a eliminar está concentrada en su propia ex-agencia (que quiere silenciar a Bourne porque posee información que puede poner en peligro a la nación entera) y sobre su propio suelo. Acá es donde entran un aceitadísimo Paul Greengrass y los guionistas Tony Gilroy, Scout Z. Burns y George Nolfi para delinear uno de los filmes de género más concientes e inteligentes de su –siniestra- época, a través del cual ya no sólo cabe la fascinación hacia las hazañas físicas de su heroico protagonista, sino también la satisfacción ante la bienvenida evidencia de que no todo está perdido por el país del norte, y no sólo en materia cinematográfica. El realizador tenía escondidos un par de ases bajo las mangas y los saca a relucir en el capítulo final de Bourne, donde todo va camino a ser definitivo y donde ya no caben las medias tintas, tanto en el plano estético como ideológico.
En su evolución, cabe destacar que el guión esta vez es soberbio, tanto en tono (prácticamente es una denuncia al terrorismo gubernamental de los EEUU) y particularmente a nivel estructural (recomiendo tener fresca la segunda película, porque lo que hace el libro de Ultimátum con la cronología de su relato en relación al final de La Supremacía… es simplemente brillante). Además, consigue que todos los personajes vistos hasta ahora en la saga -más unos cuántos nuevos- gocen de una participación que trasciende la circunstancialidad de una trama modelo y se involucren en la historia. Por su parte, aquel registro semi-documental rabioso y frenético que Greengrasss ya demostró saber manejar con la precisión de los grandes, vuelve a definir el impresionante timing de acción y convence de lo que acontece en pantalla aún en esas instancias en que el género hace de las suyas al mejor estilo Bourne (la secuencia completa de Marruecos no tiene desperdicio!). Tampoco puede dejar de destacarse la extraordinaria banda sonora compuesta, una vez más, por John Powell, cuya presencia redondea el criterio estético de la película y hasta califica como un personaje más (sí, también vuelve el tema de Moby en los créditos finales). Y por último, pero no menos importante, Matt Damon se pone la camiseta de este espía torturado y vengativo como nunca antes e inspira el respeto que la industria del cine –y también el público- quizás le haya negado toda su carrera.
Bourne: El Ultimátum es la prueba viva de que el cine puede abogar por una multiplicidad de causas y así satisfacer las más variadas necesidades; para esto, desde luego, habrá que saber qué, cómo y desde dónde mirar. Por su parte, Greengrass sabe qué, cómo y desde dónde contar; lo que convierte a este broche de oro para el Legado Bourne en uno de los más sólidos, y a la vez entretenidos, estrenos del año.
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