The Constant Gardener
Inglaterra, 2005
Dirigida por Fernando Meirelles, con Ralph Fiennes, Rachel Weisz, Hubert Koundé, Danny Huston, Daniele Harford, Bill Nighy.
El director de Ciudad de Dios puesto a fotografiar las villas miseria del Africa, en la adaptación de una novela de espionaje. A primera vista, la elección de Fernando Meirelles podría resultar chocante: un brasileño enviado a retratar de manera estilizada la pobreza de los pobres niños africanos. Pero además de una crónica lapidaria sobre la marginalidad en Río de Janeiro, Ciudad de Dios era una historia ambiciosa y bien contada, y así se comprende por qué Meirelles era necesario aquí, en esta buena película basada en el libro de John Le Carré.
Justin Quayle pertenece a una delegación del cuerpo diplomático de Gran Bretaña asentada en Nairobi. Quayle es discreto, humilde, conciliador; suele permanecer horas en el jardín trabajando con sus plantas. Su esposa es exactamente lo opuesto: Tessa se sumerge en la Kibera de Kenia con su amigo médico para atender necesidades sanitarias urgentes. La sinceridad de Tessa le hace pasar vergüenza a Justin frente a sus colegas; él jamás se lo reprocha. A poco de comenzar nos enteramos con Justin de que Tessa fue encontrada muerta junto a un hombre –negro– en un lugar remoto del norte del país. Todo indica un crimen pasional. Nadie imagina que Justin, por esta vez, querrá investigar la verdad hasta el final –aunque no sea agradable, aunque moleste– y seguir el rastro de los últimos días de su esposa.
Los medios técnicos disponibles permitieron a Meirelles y su equipo filmar directamente en escenarios naturales, con los protagonistas interactuando con la gente local. La fotografía pinta Africa con colores saturados; la cámara en mano se mete entre los protagonistas y la gente, que muchas veces no sabe que está actuando, por lo que en ocasiones el film se acerca a lo documental. Son acertados los contrastes –no sólo de color– entre la vida y el caos de los pasillos de las villas en Kenia y las calles de Londres y de Alemania, el gris de los aeropuertos y los trenes, el plato de comida servido en el exclusivo club inglés. La narración va y viene, pero los flashbacks no son convencionales ni forzados, y el tema que subyace bajo las intrigas no queda sepultado por el vértigo del ritmo narrativo.
Por lo general poco expresivo y contenido en todos sus papeles, el paciente inglés Ralph Fiennes esta vez está perfecto: quizá porque Justin es poco expresivo y contenido, y entonces Fiennes puede ser sin hacerse. Otro tanto parece ocurrir con Rachel Weisz, una actriz que hemos visto en varios roles pero en pocas buenas películas, y que aquí simplemente se apodera de esa mujer atropellada, idealista, vital, que muere antes de que su marido termine de conocerla a fondo.
Los tópicos que introduce El jardinero fiel son serios y urgentes: en primer lugar, Africa como una zona abandonada e invisible para el resto del planeta; el papel que cumplen allí las grandes corporaciones –en este caso, la industria farmacéutica– con el consentimiento de los organismos internacionales, los gobiernos, etc. La información es certera, aunque en ocasiones no alcanza a pintar el oscuro panorama real. Por esta razón, El jardinero fiel es una película sombría, que da cuenta de la fragilidad de sus personajes frente al Poder con mayúscula, ése que –como en las novelas futuristas de William Gibson– no puede verse ni tocarse, ni identificarse con un gobierno ni un lugar concreto, pero que existe como una fuerza omnipresente, controlándolo todo.
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