10,000 B.C.

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Me imagino al alemán Roland Emmerich como a un desclasado entre sus propios colegas europeos. En términos artísticos se supone meramente accidental que el hombre haya nacido en la tierra de los mucho más característicos Goethe, Murnau o Wagner. Don Emmerich parece pensar todos sus proyectos cinematográficos partiendo de conceptos ya probados por la maquinaria hollywoodense. Por lo general mezcla sin grandes luces la ciencia-ficción más simplona (de clase “B” la llamaría algún purista) con el cine catástrofe en cualesquiera de sus acepciones. Puede ser una invasión extraterrestre como en la exitosa Día de la independencia, el homenaje especulativo a la Gojira nipona con el monstruo de marras destruyendo edificios como quien mata hormigas o apelando a los más extremistas métodos para advertir sobre los cataclismos climáticos en la soporífera El día después de mañana. La filosofía del creador de Stargate está perfectamente comprimida en el slogan de Godzilla: “El tamaño sí importa”. Cuánto más ampuloso, mejor para sus propios fines comerciales (transparentes, por cierto). Suerte de hijo no deseado del matrimonio Lucas-Spielberg, desde los mismos inicios de su carrera este inconfundible realizador apuntó con todos sus cañones a la Meca del cine. Y allí se instaló como una escort de lujo siempre dispuesta a congraciarse con el amo que le da de comer. Se ha comprobado que Emmerich es más estadounidense que Oliver Stone, Michael Bay y John Ford juntos. En su obra jamás podrían faltar las múltiples banderas con las estrellas y las barras flameando al compás de una música eternamente inflamada de sentimiento patrio con abundante redoble militar. Cine complaciente de la mano de un tipo que se desvive por gustar y que ya no sabe cómo atrapar a su audiencia. Olvidarse del marketing por un rato sería una primera medida interesante.

10.000 A.C. propone la fórmula del camino del héroe por enésima vez en la historia del séptimo arte. Abrevando en los estudios de Joseph Campbell y Carlos Castaneda, la estadounidense Linda Seger desglosó esta estructura con lujo de detalles en su ya célebre libro “Cómo convertir un buen guión en un guión excelente” (para mayores referencias leer la nota de Buscando a Nemo). Emmerich articula su relato prehistórico con pericia desde el aspecto técnico pero sin la inspiración necesaria para despegar a su filme del pelotón. La trama cuenta sobre el viaje iniciático de D'Leh (el impávido Steven Strait) por rescatar a su amada Evolet (Camilla Belle) de las garras de una tribu bárbara que a instancias de su Rey/Dios (una reminiscencia de Stargate) esclaviza a los pueblos vecinos para construir una pirámide (entre otros laburitos menos copados). Más allá del desapego absoluto por todo lo conocido en materia antropológica o histórica, lo llamativo pasa por observar las muchas (demasiadas) similitudes argumentales entre 10.000 A.C. y la Apocalypto de Mel Gibson. El tratamiento de ambas películas, no obstante, las posiciona exactamente en las antípodas. Apocalypto muestra a un Gibson visceral, proclive al vértigo y al Grand Guignol más extremo (fiel a su rudimentaria noción del naturalismo exacerbado). Emmerich pregona, si se quiere, un clasicismo más lavado en 10.000 A.C. Sus primitivos personajes se manejan con un nivel de violencia por debajo de lo que uno podría imaginarse en gente tan belicosa. La visión de Gibson es la de un artista controvertido pero respetable en un 100%. Su film está hablado en maya de punta a punta, carece de actores conocidos y es cualquier cosa menos condescendiente con el público. Emmerich apenas si aspira al calificativo de artesano (sus compatriotas lo apodaron Das Spielbergle aus Sindelfingen, es decir “el pequeño Spielberg de Sindelfingen”: un despropósito total) armando secuencias de acción por bloques donde el predominio y la calidad de los efectos CGI son tan abrumadores como irrelevantes dramáticamente. La intención se cae de madura: presentar una aventura predigerida, hablada en inglés (por supuesto) y salpimentada por alguna que otra escena con tecnología state of the art. Todo ello, desde luego, apto para todo público porque hay que recaudar platita fresca.

Emmerich insiste en escribir sus libretos sistemáticamente sin revelar preocupación alguna por superar una profunda incapacidad para ir más allá de la superficie. El camino del héroe es un excelente soporte narrativo para adentrarse en la mitología e iluminar esos rincones oscuros donde descansa el inconsciente colectivo. Lo logró Lucas con Star Wars, Spielberg con Los cazadores del arca perdida y Peter Jackson con El Señor de los Anillos. Al lado de estos maestros Emmerich parece un amateur voluntarioso intentando copiar al carbónico un modelo inequívoco. La recreación no sirve. Para hacer algo que trascienda se debe crear. Emmerich no sabe cómo y ése es un déficit que no logrará tapar ni con trescientos millones de dólares.

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